Durante los días de invierno, cuando mi tierra renace y la de otros marchita, me queda la sensación atravesada en el pecho de que la naturaleza simplemente no habita a colores en mi propio tiempo. Como si no tuviese otra opción, se me da por andar entre las calles de una ciudad infestada de puros turistas, con el tonto anhelo de que al menos uno de ellos vea algo distinto en mi tristeza de siempre. En estos ojos caídos que pasan del suelo cuando les toca mirar de frente. Los mismos que, a propósito, ignoran el agujero que tienen los otros en medio del cuerpo, porque pienso, con un poco de vergüenza, que el mío es más grande y, por lo tanto, merece ser visto mucho más. Si soy sincera, no sé cuándo fue que empecé a creer que mi pena es más valiosa que la de mis vecinos o la de mis amigos.
Pero finjamos que lo es.
Digamos, por un segundo, que el corazón que llevo a las espaldas derrama una sangre mucho más espesa. Y digamos, también, que a pesar de los minutos y las semanas, se me ha quedado roto desde la última vez que lo partieron. Que de tanto reposo ha olvidado cómo es que se palpita y que no encuentra un sabor distinto a la falta de deseo en los labios de los últimos hombres a los que nos ha tocado besar. Finjamos acá que fue algo que tuvimos que hacer y no una violencia que surgió desde nuestro vientre para acallarse en las sábanas de algún desconocido a medianoche. Noches en las que suavemente encajo en otras piernas y otros brazos para olvidar por un momento la melancolía que me habita. Horas en las que espero que me rompan en mil pedazos para sentir, con justa razón, que el dolor que me viene de la nada no es tan repentino y que, más bien, sí que tiene motivos.
Mientras los demás llueven sobre las calles que me toca pisar, solo pienso en lo que me estruja el pecho. Camino, avanzo, llego así al bar más cercano a sentarme sola en la barra para pedirme una copa de vino tinto. O de algo que me saque de mi propia sensibilidad, esa que me vuelve tan indiferente y arrogante.
Quiero sentir que cuando anuncien mi muerte, haya alguien, además de mi madre, que se preocupe por si mi alma encontrará lugar en algún cielo o si, en cambio, tendrá que seguir deambulando por las calles de Lima como deambulé alguna vez, cuando un viejo amor rompió nuestros lazos en la cuadra dos de Larco. Quiero sentirme a gusto en los días de verano, ser esa chica que va a la playa con sus amigas, usando un bikini rayado y que no se siente como un cascarón vacío al momento de salir a bailar. Deseo tanto que lleguen los días de calor, únicamente porque es entonces cuando quiero empezar relaciones para terminarlas en una de esas peleas que te hacen querer gritar en medio de la calle y aventar portazos en casa ajena.
Quiero que el corazón me palpite una vez más.
Pero no lo hace.
Se ha acostumbrado a que lo lleve de la mano y ahora, que necesito una corazonada para avanzar, me pide que nos quedemos quietos un segundo. Que dejemos pasar el tren de las cuatro y el de las cuatro y veinte, y que incluso nos quedemos hasta que cada funcionario esté de vuelta en casa. Si le digo que si no fuese por él estaría saltando a los rieles sin pensarlo dos veces, de seguro me diría que lo lleve conmigo. Pero de necia, creo que todavía merece la agitación de los primeros besos y una canción en cualquier otro instrumento que no sea un piano o una guitarra.
Me rehúso a que el corazón se me muera antes que lo demás. Pero en tardes como estas, en las que el frío me encoje tres centímetros y la valentía se me hace un poquito grande, le pediré que envíe un poco de su sangre a mis dedos para hacerme escribir un texto que no me provoque borrarlo al segundo, porque últimamente siento que no escribo nada y que, si lo hago, es tan terrible que llega a ser mejor el vacío.
No sé quién voy a ser el día en que el amor se me agote o en el que la decepción de las relaciones modernas me agobie por completo. Lo que sí sé es que, así como en la ciudad por la que camino, también soy una turista de cuerpo hueco. Y aunque me miro en cada espejo por el que paso, no soy capaz de levantar la mirada y preguntarme por qué tengo la cara triste si a mi lado está ese chico guapo y alto que me hace reír cada dos segundos. Y no sé cómo decirle que soy yo la que está destrozada y que debería escapar antes de que le arrebate el entusiasmo, porque ni siquiera debería perder tiempo intentándolo. Ya me lo dijo alguien antes.
Pero tengo un corazón que aún late.
Y mientras lo haga, así yo esté muerta, arrastrará sus pies pesados a lo largo de mi cuadra y llorará, con toda la sangre que le queda, sobre los lamentos con los que otros manchan mi propio cuento.
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