El día que lo conocí fue también el día más caluroso de todo el verano. Una noche en la que el sol aún no se iba, pero la visión se volvía cada vez más y más gris, a medida que las ondas de calor nos entibiaba los sentidos hasta aturdirnos por completo. Capaz en una fantasía veraniega. El sueño de una noche de verano.
El día que lo conocí llevé puesta mi blusa roja con puntos blancos que me hace sentir como si fuera de los años 50. Él, en cambio, supo lucirse en blanco. Con el cabello a la altura de los hombros y la sonrisa que se formaba paso a paso, en su camino hacia mí. Ahí. Él solo. En medio de Plaza La Merced.
En el día más caluroso de todo el verano, era obvio que la ansiedad se me pegaría a la piel. Que el roce de las puntas de mis dedos con las puntas de sus dedos, cada vez que le pasaba mi abanico, sería suficiente para hacer eterno un milagro. Compartimos un par de cervezas y otros tantos tintos de verano que limpiaron, quiero creer, todo atisbo de nuestras versiones de mentira. Y, al acabar, dimos una vuelta entre las callecitas del centro. Entre las sillas puestas en las terrazas de las tabernas y los bares. Y hablamos sobre el deseo y la pasión, si acaso son lo mismo, que dónde se traza la línea para diferenciar el anhelo de todo aquello, y sobre lo etéreo que puede ser. Y nos detuvimos en la esquina de un antiguo restaurante español, donde, en una mesa larga de madera, estaban sentados hombres mayores que cantaban flamenco junto a sus guitarras.
Él les tomó una foto.
Jamás me la pasó.
El día que lo conocí lo llevé a mi bar favorito de la ciudad. Nos sentamos junto a la barra con unas botellas de Alhambra, justo debajo del ventilador para al menos sentir algo de fresquito. Entonces, me besó. Mi beso preferido en la barra húmera de mi bar tan querido de mi ciudad no tan preferida del mundo.
El día que lo conocí cantó y tocó la guitarra frente a tantas personas a las que hizo bailar. Y mi prestado rincón andaluz conoció su rasgueo italiano. Y yo tuve a un hombre guapo, sudado y rebosante de adrenalina, pidiéndome que le dé un beso apenas bajó del escenario. Me tomó de la mano para huir de aquel lugar que de repente se nos hizo tan apretado. Susurró en mi oído sus deseos de que pasara la noche con él.
El día después que lo conocí, supe que había destejido todas y cada una de mis reglas. No sé si él sabe lo increíble que se me hizo la vida cuando sentí el peso de su brazo sobre mis hombros al caminar. Si acaso los colores también cambiaron para él cuando bailamos en el muelle. O si en algún momento pensó que yo era la chica con la que quería compartir sus poemarios. ¿Acaso habrá vuelto a decirle a otro de sus amigos sobre la ragazza molto simpática que conoció en Málaga? ¿Habrá alguien que evite que se le aceleren los latidos cuando piense en mí rodeando su cuello con ambos brazos para alcanzar sus labios? Ojalá nunca olvide el peso de mi cuerpo sobre el suyo ni lo suave de nuestras respiraciones a las 3:00 a.m.
Por si alguna vez el destino da vueltas a nuestro favor, ¿sería una falta de insensatez desear que nos dibuje juntos? Porque le puedo decir a todo el mundo que fue solo una corta historia de amor.
Pero si hay alguien que me oye de verdad. En serio, de verdad. Capaz note que escribí incontables versos sobre nuestro posible reencuentro. Leerá en cada uno de mis textos que dejé un amor cruzar las puertas del aeropuerto. Tal vez se entere de las canciones que me dedicó y de los videos tocando la guitarra que recibí cada viernes cuando regresaba del trabajo. Me habrá escuchado llorar al despertar de cada sueño en el que otra vez lo vi marchar. Lejos quedarán las dudas de que lo que sentí fue genuino. Porque fue verdad que quise más en lo poco que nos tocó compartir.
Pero no creo que él lo sepa.
Él no.
Y aunque ahora, si soy honesta, ya me da un poco igual, no puedo mentir y decir que la sonrisa ya no se me dibuja al recordar el sonido de su acento veneciano. Me pierdo en ensimismamientos cuando la única foto suya que tengo aparece de pronto en mi galería del teléfono e intento, con todas mis fuerzas realmente intento, ser capaz de volver en el tiempo. Camino por las calles durante las tardes de terral, anhelando sentir el calor de aquella noche hasta que la piel se me ponga pegajosa debido a la humedad. Porque el día que lo conocí fue el día más caluroso de todo el verano. Y yo que soy más nubes que sol, salí de mi nublado rincón para conocerlo y conocerme a mí enamorada en calles que no eran las mías, entre acentos que no eran el mío y de alguien que, a pesar de no hablar mi propio idioma, sí que compartía mi lengua romance antes y después de hablar de los verdiales.
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Llegará el día en que no quiera hablar de lo que vivimos aquel año. Será inevitable la llegada del ocaso en el que no pueda recordar su nombre. Pero igual lo será que me alcance la pena. Sentiré las olas de la nostalgia reventar en mi orilla, cuando de aquí a quién sabe cuánto, regrese a la playa malagueña en la que nos detuvimos. A descansar un rato, a besarnos, a buscar un hotel barato. Volveré a sentir los pies cansados y el roce de sus manos en cada una de mis mejillas al momento de la despedida. Se me cruzará el recuerdo de un taxi blanco, el último lugar que nos vio lado a lado. ¿Mis lágrimas ocultas se habrán convertido en ácido? ¿Habrán caído en los asientos de aquel auto y deshecho su forro, su relleno y su estructura con mi impotencia contenida? ¿Él soñará conmigo cuando las noches calurosas del verano golpeen las callecitas de su pueblo?
Dejen que me diga si entiende que un adiós no es un juramento de por vida. Dejen que se retuerza y que confiese que piensa en mí cada 12 de julio. Esto quizá no lo admita, pero de ser así estoy segura de que a las 4:00 a.m. del 14, el pecho le palpita, se le abre en mi nombre una herida y le lloran las fantasías de un amor extraviado.
Sabrá que soy yo el sueño de su noche de verano.
La noche en la que el calor nos derritió las líneas de la mano
y nos juntó de nuevo
en sus rasgueos
y en mi poesía,
como el deseo de un amor lejano.
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